viernes, 25 de julio de 2014

8. Wendy

La razón, para bien o para mal, de por qué me había ido a Cardiff y había conocido a Phil y a Jake no fue otra que Sharon.

Nos conocimos cuando aún no habíamos empezado la universidad, en un campamento. Yo había tenido historias con otras chicas antes, pero desde el principio con ella sentí algo especial. Nos entendíamos. Al terminar el verano, me abrumaba la idea de despedirme de ella y no saber cuándo la volvería a ver, por lo que terminé cometiendo el mayor error o el mayor acierto de mi vida; aún no lo he decidido.  La seguí a Cardiff, y durante los siguientes tres años, los primeros de nuestra estancia en la Universidad, aprendí a querer a alguien, a convivir en pareja, a extraer una enseñanza de cada discusión, a perdonar.

Aún ahora no entiendo qué fue lo que nos separó. No tengo ningún reparo en reconocer que la decisión la tomó ella. Tampoco le guardé ningún rencor por ello; ¿qué sentido habría tenido continuar viviendo un amor unidireccional? Ella tomó una decisión, y yo no pude hacer sino aceptarla. La ruptura no acabó con mi vida tal y como la conocía: pronto volví a ser la misma persona tranquila y optimista de siempre, pero mi disposición y mis ganas de conocer a alguien nuevo no volvieron. En mi fuero interno, la seguía esperando.

Una tarde decidí saltarme una clase para ir a correr cerca de Roath Park y así despejarme. Había quedado allí con Wendy, y aquél era su lugar favorito de la ciudad.
Wendy era la prima de Sharon, su compañera de piso, amiga y confidente. Creo que nos habíamos visto cuatro veces después de la ruptura; ninguno de los dos se atrevió a acabar también  con la tradición de ir a dar un paseo un par de veces al mes. Meses atrás, los tres nos comportábamos como si no hubiese una pareja entre nosotros. Después de aquello…bueno, tanto Wendy como yo tratábamos de comportarnos con naturalidad cada vez que nos veíamos.

Apareció luciendo marcadas ojeras y con aspecto descuidado. En principio no era de extrañar, puesto que durante sus dos primeros años de carrera compaginó sus estudios con un trabajo. Sin embargo, aquel día me pareció verdaderamente desganada. Era algo que no podía ocultarme: no en balde, prácticamente había vivido con ellas, durante la mitad de la semana, el curso anterior. La conocía demasiado bien.

Terminó confesándome que tanto Sharon como ella habían decidido dejar su piso de alquiler, y en consecuencia tendría que buscar un nuevo alojamiento.

-          No me voy a quedar en la calle, por supuesto- siguió, intentando parecer más animada. – En el vivero me han ofrecido la trastienda en alquiler. Estoy familiarizada con el sitio, así que no me supondrá un gran esfuerzo vivir allí.
-          Tú estás loca- le dije, apuntándola con un dedo acusador. Como suponía, no me dio una explicación de la decisión que tomaría su prima, y decidí no ahondar en el asunto.

Me iba a costar una buena explicación a Phil y a Jake si quería que le abrieran la puerta de nuestro piso a Wendy. Por supuesto, Jake no pondría ningún impedimento, por el contrario, sospechaba que se mostraría bastante complacido. En cambio Phil… No me gustaba nada la idea de alterar su entorno seguro, pero no podía permitir que Wendy, la chica que me había acogido en su espacio durante días en el transcurso de tres años, se quedara sin un sitio adonde ir.

Ya me parecía estar escuchando a Phil protestando con los brazos en jarras: “¡De ninguna manera vas a traer a otra Ingram a esta casa! ¡Me niego!”.

En su día, Jake, sabiendo de la pasión de Phil por Harry Potter, sugirió que podíamos referirnos a “ella” por el sobrenombre “Aquella-que-no-debe-ser-nombrada”. Creía, el muy iluso, que así podría ganar puntos frente a nuestro esquivo compañero  (sí, por alguna razón, a Jake le gustaba competir conmigo por el favor de Phil. Y con estos dos extraños seres comparto mi vida). Pero ni en sus mejores sueños llegará el día en que éste le dé la razón.

-Precisamente un buen Potterhead- argumentó Phil con tono solemne- sabe que temer a un nombre sólo incrementa el temor a lo nombrado. Y como única mente objetiva en esta casa, propongo que simplemente la llamemos Ingram.

Después nos deleitó con un discurso sobre el poder que ejercen los nombres y cómo llamar a una persona por su apellido consigue el milagro de despersonalizarla, mientras que, con un apodo, sentimos a la persona más cercana. Y, al menos, en este caso tenía razón. Cuando venía a mi mente el nombre de Sharon, únicamente recordaba momentos felices que me sumían en una especie de melancolía que nunca antes había experimentado. Cuando, sin embargo, pensaba en Ingram, el recuerdo era mucho más hostil. De esta manera, Phil, ese gran amante del dualismo, había logrado crearme uno.

Wendy insistió en que no quería causarme ningún problema. Sabía que estaba siendo sincera. Era demasiado independiente, y debido a esa faceta suya siempre prefirió pasar cualquier apuro antes que causarle la más mínima molestia a alguien.

-Hablaré con mis compañeros- le prometí a Wendy antes de irnos. –Y no te preocupes.

Me dedicó su primera sonrisa de la tarde y se despidió de mí con un asfixiante abrazo. Minutos después se perdió pedaleando enérgicamente entre los árboles del parque.



viernes, 3 de enero de 2014

7. Imbécil

No tardé demasiado tiempo en olvidar el incidente con Aaron, el chico sordo. Los días continuaron sucediéndose con una mortal normalidad capaz de desquiciar a cualquiera. Salía bien temprano de casa, comía en la facultad, estudiaba y volvía a marcharme. A veces tenía un poco de tiempo para ayudar a papá en la tienda, pero no siempre, y no cada día. Los viernes eran mi día "especial". Era el día de ver a mis amigos y salir por ahí. No es que durante la semana los desatendiese, no es eso, pero apenas teníamos tiempo para almorzar juntos y estudiar. Hugh estudiaba Arquitectura bastante lejos de Michelle y de mí, quien estudiaba Filología Francesa en mi misma facultad. Él de vez en cuando se escapaba para poder vernos, pero no era lo común. Siempre acabábamos Michelle y yo sentadas en los jardines, charlando animadamente en algún idioma diferente al inglés para practicar y debatiendo sobre la literatura de la época victoriana. Era algo que nos absorbía a las dos totalmente, haciéndonos incluso vibrar de emoción cuando aportábamos nuevos datos a lo que ya sabíamos. Éramos ella y yo compartiendo unos sandwiches y unas risas, ajenas al resto de personas que nos rodeaba. De toda la vida había sido así y, lo juro, jamás hubiera querido que eso pudiera cambiar nunca.

Ese viernes se presentó como los demás. Llegué a casa bien entrada la tarde, pues había aprovechado para quedarme estudiando un rato en la biblioteca de mi facultad, que estaba muy tranquila a esa hora. El resto de alumnos parecía preferir aprovechar para salir y tomar algo en la calle comercial que rodeaba el edificio, mas aquel no era mi estilo. Las pequeñas y atestadas cafeterías me ponían absolutamente histérica, sobre todo con esos niñatos de primer y segundo curso gritando obscenidades y haciéndose los gallitos para el deleite de las chicas de su promoción. Mi reacción siempre era la misma: voltear los ojos y zambullirme en mi taza de café. Eso era lo único que echaba de menos de salir a esos locales, el caliente y amargo café que servían. Entré a mi cuarto silbando Radio Ga Ga de Queen, uno de mis grupos favoritos. Ashe, mi precioso gatito negro saltó sobre mí desde alguna esquina de mi cuarto y me hizo sobresaltarme. Lo tenía tan mimado que ni le regañaba al hacer esas cosas, aunque sabía que algún día me daría un susto de muerte. Dejé que se hiciera una pequeña bola en mi regazo y comencé a acariciarle detrás de las orejas mientras paseaba por mi cuarto soltando la mochila y la ropa de más abrigo. En casa solía quedarme con mis vaqueros y el jersey de rigor, si es que no llevaba falda y mis larguísimos calcetines de lana. Papá había encontrado años atrás una buenísima oferta para el gas natural, así que prácticamente la calefacción estaba encendida en casa todo el día. En épocas como aquella, de lluvia constante y frío invernal no había cosa que agradeciese más.

Dejé a Ashe sobre mi cama, donde volvió a hacerse una bolita de pelo maullador y me tumbé a su lado. Un suspiro cansado escapó de mis labios, aunque terminó por convertirse en un ronroneo similar al de mi pequeño gatito. Alargué un brazo y tomé una de mis almohadas, suaves y blanditas y me hizo una bola abrazada a ella. De por mí me hubiera quedado dormida, pues incluso cerré los ojos. El calor era tan agradable...

Pero claro, ¿cómo van a dejar a la pobre Cassandra dormir? ¡¿Cómo?!

—¡Caaaaaaassie!

La voz de Hugh me sobresaltó, haciendo que diese un nuevo bote en la cama y lanzase por los aires la almohada. De haber sido un ladrón y mi puntería hubiese sido buena, podría haberle dado y conseguido unos preciados segundos para gritar, pero sólo era el idiota de Hugh entrando en mi habitación como Pedro por su casa. Ofuscada lo miré a través de mi flequillo, que había decidido tener vida propia y revolverse aún más cuando yo salté. No me costó verlo ahí, parado junto al marco de la puerta, riéndose como un imbécil. Ashe ni siquiera se movió de su sitio, aunque yo lo miré bastante mal, alternando la mirada entre los dos varones más imbéciles del universo. De buen grado los hubiese asesinado a los dos en ese momento, a Hugh por interrumpirme y a Ashe por no defenderme. Luego se quejaban cuando era borde. ¿Cómo no iba a serlo, si no me dejaban descansar?

—Eres imbécil. —lo saludé con toda la cordialidad del mundo, aún con el ceño fruncido. Estaba acostumbrada a que no me llamase antes de presentarse en casa, pues mis queridos hermanos le abrían la puerta sin queja alguna. En esa casa todos estaban compinchados en contra mía. —¿Sabes que existe una cosa llamada "teléfono móvil"? ¡Y que de hecho tú me obligaste a comprar!

La respuesta de Hugh se hizo esperar, porque el muy idiota de él empezó a reírse a carcajadas a costa mía. Supongo que la escena era graciosa, con una chica que tenía una masa de pelo revuelto de color naranja sentada en una cama con pose asustada, ceño fruncido y resollando, pero particularmente a mí no me hacía ni pizca de gracia. Mi mirada se volvió más sombría y supongo que Hugh pensó que había llegado el momento de dejarme tranquila. Se secó las lágrimas de los ojos, que eran de un gris perla muy bonito, y volvió a mirarme con esa sonrisa suya tan característica. Un escalofrío de terror recorrió mi espalda. Cuando Hugh sonreía así no vaticinaba nada bueno.

—He quedado con unos amigos de clase para ir al cine, y Michelle y tú estáis invitadas. Creo que Paul y Matt os caerán bien y además, así nos divertís un rato. Las chicas de letras como vosotras sois seres dignos de estudio.

Mis ojos se abrieron de par en par al escuchar su odioso comentario, muy propio de él por otro lado. En silencio me puse en pie por fin y caminé hasta el lugar donde había caído mi almohada. Hugh parecía saber lo que se cernía sobre él, pero no se movió en absoluto. La almohada volvió a elevarse por los aires, pero aquella vez no fallé. Incluso podía haberle golpeado, pues mi amigo no era mucho más alto que yo, pero de momento prefería perdonarle la vida. Como ya dije hace algún tiempo, conseguía hacerme reír como nadie.

—Me reitero, eres un completo imbécil. No voy a salir contigo y tus amiguitos mononeuronales para que me vaciléis. ¡Olvídalo!

—Vamos, vamos, pelirroja... Perdona a este estúpido mononeuronal estudiante de Arquitectura y acepta a venir al cine. ¡Os dejaremos elegir película! Y además... —otra vez capté ese brillo malicioso en su mirada. Podía anticiparme a lo que iba a decir, pero no me apetecía escucharlo. No otra vez. —Matt está deseando conocerte. Le he contado todo sobre ti y, ¡de verdad, Cassie! ¡Jura que eres la mujer de su vida!

Mis gritos no se hicieron esperar. Durante lo que parecieron horas volví a gritarle lo rematadamente imbécil que eran él y sus amigos, y que no tenía que ir hablando acerca de mí con nadie. Encima, según me había contado ese tal Matt era un auténtico perla. Si esperaba que saliese con él la llevaba clara. No podía creer que quisiera volver a hacer de celestina conmigo. No después de lo de Lewis...

Al final me convenció. Siempre lo hacía. Aguantó mis gritos de buen grado, con esa sonrisa suya en el rostro y, después de pedirme perdón, me juró que lo pasaría bien. Era nuestro día especial, después de todo y no podía negarme a salir con Michelle y con él. Los demás integrantes del grupo eran seres de apoyo en aquella salida. Cerré los ojos tras escucharlo y asentí con la cabeza. Él se acercó a mí, me agarró por la cara y me besó en la mejilla antes de salir huyendo. Volví a gritarle y a pasarme repetidamente las manos por el lugar del beso, fingiendo una repulsión enorme por su gesto. Odiaba que la gente me tocase aunque obviamente tenía mis excepciones, pero Hugh no debía enterarse de eso. Una vez hube cerrado la puerta con todas mis fuerzas encendí mi pequeña radio, dejando que la música de Epica inundase la habitación y procedí a acercarme a mi armario para elegir la ropa que me iba a poner. Algo dentro de mí se había revuelto y parecía dar tumbos a lo largo y ancho de mi estómago. Hacer nuevos amigos no me era fácil y tolerar y aguantar a dos imbéciles también era misión imposible. Sólo podía rezar para que al menos oliesen medianamente bien y su presencia no fuese demasiado molesta. Sólo eso conseguiría consolarme...





lunes, 30 de diciembre de 2013

6. Piso

Hubo una temporada en la que Phil, mi compañero de piso, formuló su propia teoría sobre por qué pensaba que nosotros tres formábamos parte de un experimento sociológico. Y es que, si hablábamos con quien sea sobre nosotros y nuestra convivencia, siempre se preguntaban cómo podíamos llevarnos tan bien o, siquiera, soportarnos. La conclusión que extrajo Phil fue lapidaria: no había ninguna razón para no pensar que nos habían elegido concienzudamente para explorar los límites de la paciencia del ser humano. Pero para ser justos, añadió Phil inmediatamente al ver nuestras caras, a la tía de Jake le había salido el tiro por la culata.

La tía de Jake, o la señora Beck, era nuestra casera. Su sobrino se trasladó a la capital al comenzar la Universidad, y estuvo viviendo  solo en el piso. Naturalmente, Jake no era la clase de persona que ama la soledad, así que pasó su primer año recorriendo residencias universitarias, pisos de amigos y fiestas de todas clases.
Ya el año siguiente, Jake tenía claro que lo de vivir solo no iba con él, y propuso a su tía buscar más inquilinos. Y así fue como llegó Phil, cuya madre es una antigua conocida de la señora Beck que buscaba un hogar tranquilo y, en cierto modo, familiar para su reservado hijo. Como el piso aún podía albergar holgadamente a un inquilino más, o incluso dos, pusieron un anuncio y, de esta forma, me uní yo.

Supongo que el desmesurado afán de tener compañía que sentía Jake más el deseo de encajar de Phil, unidos mi capacidad de tolerar a toda criatura de la Naturaleza obraron el milagro, y a día de hoy no me imagino la vida universitaria en otro lugar y con otras personas.
Jake continuó con su carrera de Derecho, con algunos altibajos en el camino. Es el clásico compañero de piso que te induce a dejar los libros y correrte una juerga en los momentos menos indicados. En ocasiones puede resultar un tanto, llamémoslo insistente.  Por su parte, Phil es un espécimen de los que quedan pocos en este mundo. Comenzó estudiando Filosofía y fue añadiendo gradualmente asignaturas de Historia del Arte y Teología. De pequeño, tuvo problemas para relacionarse con niños de su edad, y esa inseguridad todavía no lo abandona. Con nosotros, sin embargo es él mismo. Las discusiones y peleas entre  Jake y él, provocadas por la presunción de uno y la mordacidad del otro hacen que sea imposible que un solo día me aburra allí. Con todo, y aunque como compañeros somos una piña, nuestra vida social en el exterior solemos hacerla por separado.

Aquel día terminé tarde la facultad y, al llegar me encontré a Jake en nuestro mejor sillón contándole a Phil con pelos y señales los pormenores de su noche loca.

—Muy mal. —les dije yo al entrar por la puerta del salón. — No debes empezar los relatos de tus hazañas hasta que no estemos todos, como dice el Código.

— Ah, perdona, tío; ha sido Phil, que me ha metido prisa para que se lo contase. —respondió Jake con una amplia sonrisa.

—Ni que me interesara lo más mínimo lo que tú haces con tus ligues. Puedo vivir perfectamente sin saberlo. —gruñó Phil.

Jake me resumió el transcurso de la velada mientras me sacaba las deportivas y las mandaba a la otra esquina del salón. Saqué tres cervezas del frigorífico y les tendí una a cada uno.

La chica en cuestión se llamaba Amber, y la había conocido en el cumpleaños de un amigo suyo. Tenía un tatuaje donde la espalda pierde su casto nombre.  

—La tercera de este semestre, como un campeón. —remarcó Phil. —¿Cómo te ha ido hoy el día, Aaron?

Dudé si contarles o no lo que había pasado con la chica pelirroja. Cassie, se llamaba, a juzgar por las letras góticas de su cuaderno. Decidí contarlo para conocer una segunda y tercera opinión.

—Una chica bastante rara de clase me ha llamado sordo y tonto. —abrevié.

—¿En serio? —gritó Jake. —Está clarísimo: quiere marcha.

—Hay que ser borde. —rió Phil, encantado. —De todas formas no te lo tomes a mal, quizá tuviera un mal día.

—Es lo más probable. —terminé yo. 

 Alejé a la chica de mis pensamientos y conecté el portátil al televisor con el cable, preparándome para la discusión de rigor sobre qué ver en la tele esa noche. 


martes, 17 de diciembre de 2013

5. Apatía

No me fue posible pasar desapercibida, eso me quedó claro desde que crucé aquella maldita puerta. Odiaba la gente que se metía en mis asuntos, que simplemente no me dejaba vivir a mi aire. En clase, a pesar de ser ya universitarios, seguía reinando ese horrible estatuto ligado a la popularidad y a las normas sociales que tanto odiaba. Como ya dije antes, no era lo que se dice un hacha en ese tema. La gente solía molestarme tanto o más de lo que yo los molestaba a ellos, y si pasaba mucho tiempo en compañía de alguien sentía una afianzada presión impuesta en mi pecho que solo me aportaba unas enormes ganas de gritar. Afortunadamente la gente solía ser lo suficientemente inteligente como para dejarme en paz. Los comentarios nunca cesaron, es cierto, pero pude asistir a clase con regularidad sin resultar ofendida por algún comentario hiriente. Supongo que, en el fondo, puede que incluso les diese un poco de miedo. La pobre huerfanita de madre loca, con el pelo naranja  y que tenía como mascota un enorme gato negro con el que hablaba y con quien era más cariñosa que con el resto del universo junto. Hasta yo misma lo encuentro irónicamente divertido.

Con los hombros caídos y la cabeza gacha, como siempre, busqué un asiento libre. Ocupé uno que no me gustó en absoluto, pero cuando se llega tarde a clase poco se puede hacer. El fondo era mi zona favorita, donde no tenía que exponerme a miradas de ningún tipo. Poca gente estaba prestándome verdadera atención, aunque yo empecé a sentir ese horrible calor sofocante que hizo que me deshiciera de mi abrigo. El cabello también empezó a molestarme, por lo que improvisé un rápido recogido con los útiles de clase. El paso del tiempo había perfeccionado mi técnica hasta dotarme de, prácticamente, una velocidad que podía compararse con la de Flash. Bueno, quizá estoy exagerando en ese sentido un poquito, pero era cierto que me peinaba en un tris.


Noté el vello de mi nuca erizarse a medida que los minutos iban pasando. Sentí esa horrible sensación de que alguien te observa muy fijamente. El resto de los compañeros volvieron a sus tareas, pero cuando me giré en busca del que me miraba sin reparo encontré la mirada de uno de los chicos de clase. No me había equivocado, parecía que aquella mañana sí resultaba interesante a alguien. Mientras me preguntaba mentalmente qué demonios podía querer aquel chico entorné los ojos y le dirigí una de mis más frías (y favoritas) miradas. Segundos después estaba poniendo los ojos en blanco y volviendo a girarme hacia el profesor casi con suficiencia. Seguramente aquel joven de nombre desconocido y gusto cero a la hora de vestir pretendía molestarme para hacer reír a sus amigos, o por simple curiosidad. Bien, tendría que dejar las cosas claras enseguida, aunque eso implicase hablar con él. Sería casi como vivir una aventura.


No presté demasiada atención a la clase de "Español" de esa mañana. Mi adormilada mente únicamente podía pensar en el libro que me esperaba en la mochila, ansioso por ser devorado. El idioma se me daba bastante bien, por lo que podía permitirme desconectar un poco durante algunas clases. No me costaría recuperarla antes del examen oral, por pretencioso que sonase. Simplemente sabía que se me daba bien, y con esto quedáis por fin avisados: soy una auténtica misántropa pretenciosa que se considera un auténtico modelo a seguir. Pero no nos desviemos más del tema...


Recogí los libros de clase sin dejarme llevar por la parsimonia que cada día me inundaba. Tenía que parar al joven que me miraba con interés y acallar cualquier tipo de maldad que su mente gritase que le apetecía hacerme. ¿Por qué, si no, iba a molestarse en mirarme? Era absurdo. En mi mente no cabía cosa más absurda. Me colgué la mochila de una de las asas y sorteé los bancos de clase para salir en el grupo de los que se escurrían primero. Afortunadamente ese chico no fue tan rápido, por lo que esperé junto a la puerta. Me sorprendió ver que salía solo y no acompañado de idiotas de buen tamaño, aunque eso no hizo que la genial idea de reprenderlo que cruzaba mi mente se apagase ni por un instante. Sin dudar comencé a cambiar detrás de él hasta que logré llamar su atención con lo más parecido a un grito que mis roncas y somnolientas cuerdas vocales podían emitir.


—¡Eh, tú!


El muchacho giró sobre sí mismo al momento para mirarme, sin molestarse en cambiar la intensidad con la que lo hacía. Mi ceño volvió a fruncirse, visiblemente molesta. Los aires de chulería me sacaban de quicio.


—¿Se puede saber qué miras?


Reduje bastante el tono al volver a preguntarle, pero seguía hablando de forma perfectamente audible. El chico irrespetuoso se mantuvo en su misma línea, mirándome sin decir nada. Creo que de haber sido un poco diferente, más fácil de encender por la rabia mis mejillas se hubieran tornado del mismo color que mi pelo. Afortunadamente no fue así y pude continuar hablando serena, aunque indignada.


—¿Qué te pasa? ¿Eres idiota, sordo o simplemente tonto?


Mis palabras mordaces parecieron, por fin, actuar sobre él. Con fingida tranquilidad observé cómo su ceño se fruncía levemente, igual que el mío, antes de apartarse el pelo de una de sus orejas. Ante mis propios ojos apareció uno de esos... Cacharritos para la sordera. Nunca conseguiré recordar su maldito nombre. Luego, sin apartar la indignación, casi como si la hubiera tomado de mis propios ojos sin permiso, volvió a girar sobre sí mismo y se marchó andando. Yo permanecí parada durante unos segundos en el sitio, observando el camino que el joven desconocido había trazado. Cualquier persona en mi situación hubiera sentido una inmensa pena o, al menos, vergüenza pero yo me quedé mirando el sitio, sin sentir absoluamente nada. Quizá era una chica tan apática como mis profesores de secundaria habían dicho, o simplemente estaba totalmente muerta por dentro, pero ese fue el caso: nada se removió adentro mío al insultar de esa forma tan déspota a aquel chico. Una fugaz y nebulosa imagen de mi desván apareció en mi mente, como siempre ocurría en las situaciones de elevada tensión, aunque desapareció con la misma rapidez con la que llegó. Volvió a dejarme sola conmigo misma.


Terminé girando yo también en la dirección contraria y yéndome hacia mi siguiente clase, o a la biblioteca a leer... No estoy segura de lo que hice en ese momento, pero desde luego no fui detrás del que ahora sé que se llamaba Aaron para disculparme. Cassandra L. Morrison jamás se traga su orgullo, por problemas que pueda ocasionarle.



sábado, 30 de noviembre de 2013

4. Pelo



La clase de Español estaba resultando más tediosa de lo que venía siendo habitual. Normalmente no solía tener queja de esta asignatura, pero el hecho de que fueran las ocho y veinte de la mañana, sumado al factor frío mañanero polar no ayudaba demasiado. Aquella noche me había costado conciliar el sueño por quedarme hasta las tantas maquinando nuevos proyectos y mantener los ojos abiertos era toda una proeza.
Garabateaba los símbolos de la fonética española en hojas sueltas, intentando seguir el monólogo del profesor, cuya voz se alzaba, optimista, sobre los bostezos ahogados de mis compañeros y el rasgueo de los bolígrafos sobre los folios. En ese momento se abrió la puerta con un chirrido brusco y un matorral gigante en tonos naranja y gris hizo su aparición.
En seguida noté que la criatura no merecía el calificativo de gigante: una vez me di cuenta de que se trataba de una persona, hube de reconocer que era bastante pequeña. La cara y el cuerpo de la chica se ocultaban entre gruesas capas de lana y una maraña de pelo naranja intenso afectado por la humedad, aunque no sabría decidir si positiva o negativamente. Reconocí en ella a la que mis compañeros conocían como la pirada de la clase, que normalmente se sentaba en las últimas filas.
Pirada o no, la chica en cuestión farfulló un “perdón” en inglés poco audible, haciendo que el profesor frunciera el ceño y que algunos se mirasen unos a otros con complicidad. Viendo ocupados todos los asientos del final, ocupó con visible resignación una silla dos filas delante de mí, justo a la mitad del aula.
Estupendo, me dije. No es que siempre me molestara por cosas sin importancia, pero se ve que mi humor no era el mejor aquel día. Además, procuraba siempre ocupar las primeras filas, y no es que fuera un pelota incorregible, sino que, de lo contrario, no me enteraba de nada; pero no siempre era posible. Desde mi mediocre posición al menos podía ver, pero la exuberante melena de la pelirroja acababa de tapar todo mi campo de visión.
Como si me hubiera leído el pensamiento, aunque ignoraba completamente mi presencia, la tal Candy- o como se llamase- abarcó toda su mata de pelo con una mano (algo que para mí era incomprensible) y a una velocidad de vértigo se hizo un recogido que desafiaba todas las leyes de la gravedad, y lo remató sujetándolo con un bolígrafo. Una habilidad que se me escapaba, a mí y a otros tantos amigos y conocidos con los que habíamos tratado alguna vez el tema.
No era la primera vez que usaba tema del cabello para mis reflexiones físicas o filosóficas. Sin ir más lejos, mi idea para el proyecto de fin de carrera surgió a raíz de una duda existencial que tuve una vez respecto al pelo. Mi experiencia como consumidor de cómics y dibujos animados me llevó a los dieciocho años a hacerme el corte de pelo estilo Shemp: un clasicazo. Pero en mi investigación por la red pasé por alto totalmente los comentarios de los internautas que aseguraban que el Shemp hairstyle no quedaba tan bien en personas reales como sucedía en los dibujos. Así pues, me dejé el pelo corto por debajo y a lo tazón e las capas más superficiales, y me peinaba con la raya en medio. Todavía hoy siento vergüenza al imaginarme a Howard Shemp revolviéndose en su tumba y desternillándose de mí. Desde entonces no he vuelto a arriesgarme con mi pelo, pero me quedó la espinita y, meses antes de aquella clase de Español decidí en consagrar mi trabajo de fin de carrera a la animación. Por supuesto, el protagonista masculino llevaría el peinado Shemp. Aún no había decidido si incluiría algún personaje femenino, ya que, como digo, para mí las cuestiones en materia de cabello de mujer siguen siendo un misterio.
Mis pensamientos me habían vuelto a llevar adonde terminaban llevándome desde hacía meses: Sharon. Llegados a este punto, me obligué a fijar mi atención en la pizarra, llena de símbolos fonéticos, y en mis hojas, en las que apenas había escrito nada.


martes, 29 de octubre de 2013

3. Dureza

Dios... ¡Era una auténtica despistada! Papá volvió a hacer sus maravillosas tortitas con bacon y sirope de chocolate y dejé que me engatusasen los juegos malabares que parecía hacer con ellas en el aire. El minutero de mi reloj decidió pararse mientras mi risa se hacía más bulliciosa. Hacerme sonreír nunca fue fácil, y mucho menos el reír a carcajada limpia. La gente siempre pensó que era borde pero yo creo que, simplemente, era demasiado distraída como para dejar que lo que pensasen de mí me importase. Eso hacía que las personas de mi alrededor, en general, me resultasen bastante indiferentes y que mi atención pasase de pertenecerles durante cinco segundos a posarse en una mosca que volaba en círculos cerca de mí. Desgraciadamente, eso sucedía con mucha frecuencia. El paso de los años agudizó eso, convirtiéndome en una persona huraña y solitaria que no necesitaba de compañía. No es que no la quisiera, no, es que no la necesitaba. Era educada y hablaba con todo el que se dignase a saludarme y trataba de mantener una conversación medianamente aceptable. No quiero pecar de sabiondilla pero siempre fui bastante inteligente. Me gusta considerarme una mujer polifacética, capaz de adaptarse a cualquier tema de conversación. Mi curiosidad por todo y las ganas vivaces de aprender que siempre tuve agudizaban esta característica mía.

Amigos podía decirse que tenía pocos y el plan más divertido del mundo era ir al cine con ellos y debatir largo y tendido acerca de la película que habíamos visto. Con pocos amigos me refiero a dos, un chico y una chica. Michelle era mi amiga prácticamente desde el jardín de infancia, y a pesar de que era todo lo contrario a mí nos compenetrábamos muy bien. Hugh, en cambio, se nos unió al "grupo", o como lo llamábamos, "secta secreta demasiado chachi para el resto del universo", cuando estábamos en secundaria. No era demasiado guapo o inteligente pero tenía ese sarcástico humor que tanto me gusta. De vez en cuando podía resultar un poco cruel con sus hirientes chistes de humor negro pero, para mí, eran absolutamente perfectos. Eramos perfectos. El trío dorado.

Me despedí de papá apresuradamente, dejando parte de mi tortita en el plato. Le dirigí una última mirada de pena por no poder terminarla pero no podía arriesgarme a mancharme con el chocolate que la cubría por comérmela demasiado rápido. Siempre tenía las manos llenas de tinta de mi estilográfica. No quería añadir a la lista de "Cosas con las que Cassandra se ensucia" al chocolate. Podía ser despistada, mas no una idiota con manchas en el jersey.

Perdí el autobús. Sí, ¿para qué voy a mentir? Me pasaba con frecuencia. Fruncí el ceño al encontrarme parada delante del cartel con el horario de los buses tras comprobar que apenas me había retrasado dos minutos. La parada estaba muy cerca de mi casa, una pequeña vivienda de piedra grisácea con la puerta azul brillante, pero solía retrasarme mucho. Era desastrosa, lo dije antes. Metí las manos dentro de mi abrigo, el cual cogí antes de salir de casa y me senté en el banco para esperar al siguiente autobús. Iba a llegar tarde a mi clase de Español y tendría que recuperar esa lección durante la hora del almuerzo debajo de mi árbol. Eso desestabilizaba mi horario del día, haciendo que tuviera que dejar el libro de Murakami para más tarde. Mi ceño volvió a fruncirse, dando a mi cara un aspecto más huraño que de costumbre. Me distraje demasiado por este hecho, así que no pude captar al hombre de mediana edad  que se acercó a mí mientras lamentaba mi desgraciada suerte internamente y se sentó justo a mi lado en el banco. Pude detectar su mirada posada en mí cuando por fin lo vi, y un escalofrío recorrió mi espalda entera. Odiaba que me mirasen, que me rozasen... Incluso que los desconocidos me hablasen, y ese tipo tenía su pierna demasiado cerca de la mía. Intenté escurrirme hacia un lado sin disimulo alguno cuando noté su pierna contra la mía. Mi mueca de asco tuvo que ser muy evidente, pues él se encorvó para poder mirarme más de cerca. En sus ojos no vi rastro alguno de curiosidad por mi comportamiento o vergüenza, no. Su mirada era... Brillante, a juego con una sonrisa de lo más maliciosa. No tardó en recorrerme otro escalofrío aún mayor que el anterior.

—Buenos días, guapa.

Su acaramelada voz era aún más horrible que su olor a pachuli. Me levanté con violencia de la esquinita del banco que había pasado a ocupar y me alejé lo máximo posible de él. El hombre, en cambio, respondió alzando la voz. Mientras se contentase con intentar molestarme de forma verbal no tendría demasiados problemas. Puede que yo fuera pequeñita y frágil a primera vista, pero no era ninguna muñeca con la que se pudiese jugar o intentar romper.

—¿No vas a responderme, preciosa?

—Vete al diablo. —mi voz sonó tan ronca como siempre, incluso somnolienta. Siempre había tenido un tono "oscuro" que, al cantar, hacía que ocupase rangos realmente bajos y que, a mi modo, adoraba. Me hacía parecer más dura al recrear una fortaleza de metal innacesible para la gente.

Sus ojos se abrieron de par en par, pero el brillo malicioso no desapareció. Yo me contenté con ocultar la barbilla un poco más en el enorme abrigo que llevaba. Internamente sólo podía rezar en lo mucho que deseaba la llegada del maldito autobús por más que mi mirada grisácea continuara impasible, enfrentada a la de aquel hombre con toda la fuerza y osadía que podía.

—La gatita tiene dientes.

—Y un spray de pimienta. —añadí de inmediato ante su intento de provocación. No permití que mi voz sonase alterada por más que me sentía al borde de un ataque de nervios. No tenía ese spray, evidentemente, y el energúmeno ese era mucho más grande que yo. Aunque yo tuviese bastante mala leche comenzaba a cuestionarme si realmente podría hacerle daño al golpearlo. No era violenta, pero tampoco idiota.

El desconocido abrió la boca para responder, con la sombra de su perversa sonrisa aún dibujada en el rostro cuando Anthony, uno de mis vecinos, llegó a la parada para tomar el autobús. No cruzó conmigo más que un par de palabras a modo de saludo pero su presencia me agradó más que la de cualquier otra persona en el mundo hasta ese momento. Ser tan imaginativa había hecho que cien mil imágenes cruzasen mi mente en unos segundos, y cada una hacía que me estremeciese más. Pero debía aparentar que eso no existía en mí. ¿Miedo yo? ¿Eso qué es, exactamente?

Llegué tarde al campus. Me vi a mí misma recorriendo los jardines casi a trompicones. Otra de mis cualidades era la de ser extremadamente patosa e incapaz de coordinar correctamente ambos pies. Una vez casi me caí en una fuente mientras corría... Pero eso es otra historia. La típica historia que tu padre cuenta en las cenas de navidad para avergonzarte. Sí, exactamente esa historia.

Busqué mi aula con ese aire despistado mío en el rostro y al abrir la puerta mis peores temores se vieron fundados. La clase llevaba ya unos diez minutos empezada y todos mis compañeros estaban en el más absoluto silencio. Un silencio que yo había roto. Esa era una clase optativa que me ayudaría a conseguir algunos cuantos créditos más y debo jurar que, por un momento, me planteé el salir corriendo y no volver jamás. Todos esos ojos mirándome consiguieron intimidarme y dejarme sin habla durante unos segundos, aunque en vez de huir, como hacía siempre, decidí enfrentarme a mí misma. Decirme "¡Venga, Cassie, tú puedes hacerlo!". Mis ánimos nunca funcionaron antes de ese día. Sin embargo en aquella clase me recargaron de fuerzas para enfrentarme a mis propios miedos y cruzar, de esa forma, la clase a zancadas hasta que pude ocupar una banca al final de la misma. Un profundo suspiro de alivio salió de adentro mío cuando estuve sentada y la atención de mis compañeros volvía a estar centrada en el profesor. Las cosas siempre volvían a su cauce y yo, para variar, volvía a mi particular burbuja de felicidad alejada de todo el mundo. Siempre sería mejor así. La dureza de verdad, esa que hace que tu alma sea inaccesible es difícil de obtener... Pero yo lo haría. Ese era mi segundo propósito: ser tan tan taaan inmensamente feliz que nadie pudiera destrozar mi burbujita, o mi duro caparazón. Locuras y delirios de una loca pelirroja, desde luego.



domingo, 27 de octubre de 2013

2. Temprano

A las 7:30 escuché el irritante pitido del despertador que programaba para ir a la universidad. Nunca oí un sonido tan desagradable como aquél, a pesar de que soy una persona que odia el silencio y que siempre necesita tener ruido a su alrededor. Pero ese infernal despertador era la excepción. Había intentado despertarme con diferentes canciones, reproducidas con mi teléfono móvil, pero desistí porque enseguida les cogía manía a mis canciones favoritas.

Me desperté con una sensación extraña e intenté recordar el sueño que había tenido. Como era de esperar, no recordé ni un detalle. Últimamente había estado pensando que sería una buena idea llevar un diario de sueños, recopilar ideas interesantes para trabajos posteriores. Pero desde que me lo propuse, no he sido capaz de retener ni uno solo. De cualquier forma no me desespero: ya recordaría alguno, el subconsciente no se puede forzar.

Creo que mi aversión hacia el despertador se debe a que era algo nuevo para mí. Cuando estaba en casa era mi madre la que solía venir a despertarme, y lo prefería, ciertamente.
De pequeño fui un niño muy despistado. Solía obedecer a mis padres y a mis maestros, pero sucedía que, cuando me hablaban a una cierta distancia, parecía que no tenía el más mínimo interés en lo que me estaban diciendo. Déficit de atención, sugirió la señorita Patty, una mujer que se volcó en mi aprendizaje durante mis primeros años en el jardín de infancia. Mis padres me llevaron a varios especialistas y descubrieron el motivo de mi ensimismamiento: poseía una capacidad auditiva muy baja, y me era imposible oír los sonidos que no se produjeran  en un radio de un metro de distancia. Durante algunos años aprendí a leer los labios con más precisión, y cuando cumplí ocho me ajustaron un implante coclear. Y esto explica por qué aún no me acostumbro al sonido de los despertadores (en casa apagaba el aparato para dormir y disfrutaba todas las mañanas de la llamada silenciosa de una madre) y por qué tiendo a llevar el pelo largo.

Me levanté de la cama con resignación, me enfundé unos vaqueros y una camisa a cuadros que cogí del respaldo de la silla. Salí en zapatillas a desayunar pasando delante de la puerta de Jake, mi compañero de piso. Había dejado un calcetín en el pomo de la puerta y sonreí maliciosamente, intuyendo que había pasado la noche acompañado. Imaginé la incomodidad de Phil, mi otro compañero de piso, cuando se enterase. Phil era un chico muy introvertido, y no disfrutaba precisamente cuando venían chicas al piso- menos aún cuando aparecían sin previo aviso.


Ya se estaba haciendo tarde, así que me tomé el café hirviendo y volví a mi habitación a coger  la cazadora y la mochila con el portátil. Al salir por la puerta volví sobre mis pasos, cogí un post-it y garabateé: “He salido más temprano para adelantar el trabajo. Aaron”. No pude evitar reírme por lo bajo por lo inverosímil de la nota. Que yo me levantase más temprano para algo así era ciencia ficción, y Jake lo sabía. Mi nota significaría algo así como “Ya he visto el calcetín en el pomo, y más te vale contármelo todo a mi vuelta”. Pegué el post-it en la puerta de Jake y salí del piso, con la mochila en la espalda. En la calle aún era de noche y, de camino a la facultad, podía ver cómo la ciudad despertaba poco a poco. Eso era lo que más me gustaba de madrugar.